Era la princesa más hermosa que jamás hubiese existido. Tenía ojos de cielo, mejillas de luna roja y boca del más fino y lúcido cristal. Pero ella misma no reconocía su belleza estremecedora.
Tenía miles de virtudes, cientos de esperanzas, decenas de reinos a sus pies y tan sólo unos pocos menoscabos, pero ella se sentía totalmente infeliz.
Soñaba con volar por la pradera, correr por los campos floridos de cara al viento y a la lluvia. Sin embargo nunca salía de su santuario de marfil. Quería vivir intensamente, pero no sabía como.
Aunque su sonrisa siempre brillaba, las lágrimas le ahogaban el alma, le agobiaban el espíritu y robaban cruelmente su paz. Había olvidado ser feliz, es más, no se sabe siquiera si alguna vez había aprendido a serlo.
Sus miradas infundían devoción e idolatría. Sus palabras eran mandamientos para el pueblo, pero sus deseos, sus verdaderos y más puros deseos, aquellos que se escondían en lo profundo de su corazón y huesos, eran cual rocas pesadas e inamovibles que jamás podría tirar por la ventana.
A veces quería morirse, otras veces quería vivir, y en otras ocasiones nadie sabía lo que de verdad quería. Era experta en ocultar con su sonrisa imponente, todos los mares de lágrimas, gritos de tristeza que desolaban su existencia.
Una tarde de invierno la princesa quiso cambiar, quiso darse cuenta de lo hermosa que era. Decidió dar el paso, aceptarse, quererse y aprender a ser feliz. Quiso buscar la llave, abrir la puerta y empezar a correr hacia los campos floridos en medio de la lluvia torrencial.
Pero era ya muy tarde, desde hacía un año había dejado de respirar… de vivir. Ella aún no lo sabía y su cuerpo descansaba en su torre de marfil.
Tenía miles de virtudes, cientos de esperanzas, decenas de reinos a sus pies y tan sólo unos pocos menoscabos, pero ella se sentía totalmente infeliz.
Soñaba con volar por la pradera, correr por los campos floridos de cara al viento y a la lluvia. Sin embargo nunca salía de su santuario de marfil. Quería vivir intensamente, pero no sabía como.
Aunque su sonrisa siempre brillaba, las lágrimas le ahogaban el alma, le agobiaban el espíritu y robaban cruelmente su paz. Había olvidado ser feliz, es más, no se sabe siquiera si alguna vez había aprendido a serlo.
Sus miradas infundían devoción e idolatría. Sus palabras eran mandamientos para el pueblo, pero sus deseos, sus verdaderos y más puros deseos, aquellos que se escondían en lo profundo de su corazón y huesos, eran cual rocas pesadas e inamovibles que jamás podría tirar por la ventana.
A veces quería morirse, otras veces quería vivir, y en otras ocasiones nadie sabía lo que de verdad quería. Era experta en ocultar con su sonrisa imponente, todos los mares de lágrimas, gritos de tristeza que desolaban su existencia.
Una tarde de invierno la princesa quiso cambiar, quiso darse cuenta de lo hermosa que era. Decidió dar el paso, aceptarse, quererse y aprender a ser feliz. Quiso buscar la llave, abrir la puerta y empezar a correr hacia los campos floridos en medio de la lluvia torrencial.
Pero era ya muy tarde, desde hacía un año había dejado de respirar… de vivir. Ella aún no lo sabía y su cuerpo descansaba en su torre de marfil.
Terox agregó a manera de epílogo:
Otra princesa que había leído con fruición el cuento anterior, puso cuidadosamente el libro en la mesa de noche, y por primera vez en muchos años, salió de su habitación sin mirarse al espejo...