Aunque estaba acostumbrada al aislamiento de las paredes de cedro amargo, esa noche algo terrible la inquietaba. Tal vez la escalofriante oscuridad, tal vez presentía el olor de la muerte, tal vez el macabro recuerdo del chico con quien iba a casarse o tal vez era todo eso al mismo tiempo.
El amor de su vida se llamó Justiniano, no llegaba a los 25 y era "el más apuesto y cariñoso hombre del mundo", como ella misma decía. Esa precisa noche se cumplía el año exacto en que otra mujer se lo había arrebatado de sus brazos.
Sucedió en un segundo y Justiniano la describió en su último álito de vida como inquietantemente hermosa, de figura delgada y perturbadora. Habló de una sonrisa macabra, de manos finas, suaves y congeladas. Se le escuchó mencionar la piel blanca color nieve y ojos negros como el infierno.
Y finalmente antes de partir Justiniano prometió regresar por Juliana a la vuelta de un año.
El dolor de la muerte inesperada, el trauma del injusto deceso habían bloqueado aquellas últimas palabras de su mente. Pero esa noche las recordó como si hubiesen sucedido hacía un momento.
Volvieron a su mente cuando vio a la hermosa mujer y a su Justiniano al final del pasillo. Lentamente, muy lentamente les vio avanzar y todos los recuerdos cayeron en un segundo.
No quiso esperar más y caminó hacia ellos. Con una lágrima, no mejor dicho, miles de lágrimas en sus ojos sólo atinó a decirle a Justiniano:
-No te he perdonado y nunca lo haré. La preferiste a ella antes que a mí.
Llévame si quieres pero este dolor ya ha carcomido mi corazón y me ha acabado el alma. No tengo nada que entregarte. ¿No te das cuenta que ya estoy muerta tambien?
Justiniano y su eterna enamorada dieron la vuelta y desaparecieron en la oscuridad. Juliana continuó con su muerte en vida o como lo demás preferían llamarlo: vida de muerta.