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17 oct 2007

Fran y el espectro maligno


Tenía fama de ser el fantasma más cruel y despiadado de aquel lugar. Rutter era su nombre.

Disfrutaba cada vez que en noches de invierno aparecía de la nada y hacía estremecer de miedo a la gente de Valle Escondido. Se materializaba cubierto en sangre y sin cabeza a inocentes niños que estallaban en lloros estridentes. Muchos no lo resistían.

En el récord de Rutter estaba el haber reducido a la mitad la población del centenario caserío. Unos porque huyeron, otros porque murieron víctimas de las fuertes impresiones.

Cuando ponía el ojo en alguien no descansaba hasta verlo enloquecer de la angustia o mejor aún, sumirlo en la inexistencia del Seol. Y esa noche en particular se había sentido atraído por aquel niño nuevo en Valle Escondido.

Era el hijo mejor de los Urdaca, una familia de inmigrantes que buscaban una nueva vida lejos de sus miedos y fantasmas anteriores.

Fran tenía apenas 10 años. Sus enormes ojos verdes, su pelo crespo y sus cachetes inflados le producían una especie de gracia macabra a Rutter. Estaba definido que ese pequeño sería el siguiente.

Esa noche Rutter se adentró en la casa de los Urdaca. Atravesó la puerta y sin motivo alguno, una sensación jamás antes sentida (ni en vida ni en muerte) conmovió su espíritu. Le estremeció una profunda angustia y no sabía por qué. Dudó. Quiso dar marcha atrás pero ya era muy tarde.

Cruzó el enorme y viejo pasillo de la casa y pronto estuvo frente a la puerta del menor. Un silencio fuera de lo normal le hizo dudar de nuevo. Sentía pánico y no sabía por qué.

Tomó un respiro y se dio valor, de por sí ya estaba muerto, se decía. Se transfiguró en la criatura más horrible de todas, tenía muchos ojos, ríos de sangre salían de su boca, el cráneo estaba expuesto.

Entró titubeante. Se acercó al niño que parecía dormir impávido. Se arrodilló al pie de la cama y se inclinó hacia él hasta sentir su respiración.

Por seis segundos hubo un silencio sepulcral.

El niño abrió súbitamente los ojos, los enterró en Rutter y con voz de ultratumba murmulló:

-Te estaba esperando. Sabía que hoy vendrías. ¡Me tienes miedo, verdad? Lo reconozco en tus ojos.

El malvado espectro quiso desaparecer, pero no podía. Una fuerza superior le paralizaba. Aquello que no había sentido en cientos años ahora casi le ahogaba: un miedo infernal.

Fran Urdaca continuó:

-Mírame a los ojos y deja de temblar cobarde. Caíste en mi trampa y ahora está consumado. Eres mío. Estás atrapado y nunca podrás salir de aquí- decía el niño mientras se abalanzaba sobre el espectro.

De pronto se abrió la puerta de la habitación y apareció el padre de Fran.

-¿Qué haces despierto a esta hora de la noche?- le dijo a su hijo.

-Nada papá. Sólo hablo con mi nuevo fantasma. Pero no te preocupes, lo voy a guardar con los demás.

-Mira no empieces otra vez con tus historias de muertos, fantasmas y criaturas malignas y vete a dormir ya- dijo angustiado el señor Urdaca, quién había presenciado esa misma escena muchas veces.

Desde entonces en Valle Escondido todo cambió. Ya no se miraba únicamente a un solo fantasma sino que ahora se veían muchos.

Y se decía que por las noches recorrían las calles liderados por un pequeño niño, que de pueblo en pueblo, buscaba vivos y muertos para unirlos a su legión.

Hoy Valle Escondido no existe. Nadie vive en ese lugar. Nadie sabe que pasó con su gente.

2 oct 2007

Los delirios porcinos de Sebastián



Villa Esperanza estaba incrustada en medio de la espesa selva. Nadie entraba o salía de allí desde el terremoto del año 56. Los 966 habitantes habían tenido que aprender a sobrevivir con poco y encontraron en los cerdos su única oportunidad permanecer con vida.

Desde entonces toda la economía de la villa tenía que ver con los porcinos. El pueblo había aprendido a utilizarlos como materia prima de todo: zapatos, ropa, pelotas de fútbol, helados y hasta refrescos gaseosos.

Pero Sebastián detestaba los cerdos a muerte. Su odio parecía irracional a vista de la gente.

-Los he descubierto. Nos van a matar a todos, tienen un plan. Están esperando un descuido para volverse en contra nuestra. ¡Muerte a todos los puercos! - esa era la cantaleta de Sebastián desde que la gente tenía memoria de él.

De sus padres no se sabía nada. Apareció en la calle hacía unos 10 años. Él decía que los cerdos habían secuestrado a su familia y los tenían reclusos en un túnel a la entrada del pequeño pueblo.

Nadie le hacía caso a Sebastián y ya empezaba a hartar a todos con sus delirios. Pero ese mediodía había tomado la decisión de irrumpir en la casa del autoproclamado Gobernador Municipal para exigirle la muerte de todos aquellos animales.

Traspasó con facilidad el portón de la vivienda cuyas paredes y piso estaban hechas de piel de cerdo. Corrió por el jardín y se asomó por la ventana. Cuando estaba a punto de irrumpir para hacerse escuchar, quedó petrificado por una imagen perturbadora.

Allí estaba el gobernador sentado en su sillón hablándole a un grupo de cerdos vestidos con uniforme militar. Hubo un silencio y el hombre con el abano en su mano dijo resignado:

-Está bien quédense con todo el pueblo, pero déjenme escapar a la selva con mi familia.

El cerdo mayor asintió y se limitó a decir: -Es hora de la revancha. Hoy mismo se consumará.

Sebastián sabía que no estaba loco. Corrió a la plaza y le suplicó a la gente su atención. Más por lástima que por otra cosa, logró reunir a un buen grupo. Habló entonces con gran lucidez: contó de las motivaciones de los cerdos para atacar, del plan para tomar al pueblo y del traicionero gobernador que había vendido la suerte de todos para conservar su vida y a la de los suyos.

Apenas terminó, una carcajada general azotó sus oídos. Su esfuerzo había sido inútil.

A las 3:59 p.m. ocurrió. Los cerdos se alzaron y dominaron fácilmente al pueblo. La estrategia militar exquisitamente planeada por más de una década sometió a quienes opusieron resistencia en tan sólo 14 minutos.

El gobernador no pudo escapar como lo tenía planeado. Los cerdos le traicionaron pues habían decidido empapelar el Palacio del nuevo Gobierno Porcino Militar con su piel.

Una oscura tarde de abril, dos años después de aquel suceso, apareció en las laderas de la montaña adyacente a la ciudad, un hombre medio muerto, extremadamente flaco y que se hacía llamar Sebastián. En su terrible estado hablaba cosas extrañas de un levantamiento porcino en un pueblo remoto y del plan para tomar la gran ciudad en poco tiempo.

Empezaba la cuenta regresiva para Sebastián y para toda la gran ciudad...