Ese día tenía unas ganas insaciables de reírme de alguien. Cualquiera que se me atravesara en el camino iba a pagarlo caro.
Llegué a la parada como a las 5 p.m., luego de la salida del colegio. Cientos de personas se aglomeraban esperando los buses de los ramales de Desamparados.
Las latas retorcidas aparecieron una a una.
De pronto... un sonajas que se monta por detrás, la puerta lo golpea y cae al suelo pecho en tierra. Fui el primero que soltó la carcajada estridente. Al unísono me siguieron al menos otras cincuenta personas.
Varios minutos depués cuando ya no me quedaban lágrimas ni aliento apareció mi bus en el horizonte. Mientras se acercaba, muchísima gente se peleaba el lugar donde la puerta abría y claro que allí estaba yo de primero. El bus venía repleto.
El chofer abrió la puerta, subí de primero y me dijo:
-Papito vaya por la puerta de salida.
Me acomodé en la primera grada de atrás, casi guindando. Otras personas se subieron por el frente y sucedió justo lo que Dios y los Santos Apóstoles dictaron en consejo de emergencia: se cerró la puerta y esta me empujó hacia fuera.
Caí de rodillas y las 49 personas fuera, las 85 dentro y los 13 de arriba, soltaron la risa. Pero el asunto no paró allí. El bus arrancó con tan mala suerte que mi maletín y mis manos quedaron dentro del bus. Tuve que ponerme de pie y correr 100 metros a toda velocidad, no porque quisiera, sino porque amaba mi vida.
En ese trayecto me topé a las chavalas más lindas del cole, también a los que me caían mal, a la directora, la sexy profe de biolo, tres exnovias, compañeros del equipo de fútbol, el chavalillo con quién me agarré en el kinder, el Presidente Figueres y hasta Valeria Mazza.
No fue una canción, ni los más hermosos deseos por la humanidad. Tampoco el deporte o un rezo por los desvalidos. Lo que consagró al mundo y a la divinidad en uno fue la monumental y multitudinaria carcajada que todavía resuena en mis oídos y a pesar de los años.
Lo que no pudo hacer Lutero, el Papa o Mahoma, yo sí lo pude hacer.