Más feliz que nunca, Rossy bajó las escaleras que conducían hacia el lobby de aquel viejo y maltrecho hotel. Caminó con pies de pluma, casi volando, los trece pasos que separan la última grada de la descuidada mesa de caoba importada, donde Mr. Banks contaba una y otra vez las ganancias del día.
Besó al viejo inglés como nunca. Lo abrazó con el alma desbordada en cada centímetro de piel y hasta le dejó de recuerdo una caricia indecente como agradecimiento. De por sí, lo dejaría de ver para siempre. De por sí, no tendría que volver al oficio, que aunque a veces la avergonzaba frente a sus familiares, llegó a hallarle el lado positivo: honrados ingresos haciendo un bien a los desvalidos. No le estaba robando a nadie.
Se veía a sí misma como hada madrina que cumplía deseos. No a niños, pero sí a “almas buenas aunque desgraciadas en el amor”.
No le molestaba el sexo, pues lo veía como un servicio para la satisfacción carnal de un pobre miserable. Aunque sí, había que admitirlo, le resultaba tortuoso el mucho esfuerzo por mostrarse siempre hermosa, aunque esto no era nada difícil para aquel ser con cuerpo de diosa caribeña.
Su inocencia patológica no le permitió entender realmente lo bella que era, al menos durante los 19 años que le duró. Ya luego el embarazo y los genes se encargaron que no fuera la misma jamás.
No le importaba que su madre y abuela la calificaran de “cochina” pues ella sabía muy bien que lo hacía por necesidad y no por gusto propio. Sabía que era cuestión de días, sino semanas para la redención y más aún con la noticia de Miquito.
Luego de la caricia descarada que dejó confundido y desubicado al gringo Banks (no era viernes al mediodía tal y como tocaba en su rol de chicas), corrió hacia la puerta y saltó de un brinco las tres gradas quebradizas que se abrían a las calles empapadas. Respiró profundo, levantó la mirada al cielo gris.
Sus ojos eran otros. Aunque negros y de aspecto melancólico, aquella tarde de abundantes brisas marinas, parecían más bien rayos de sol en medio de la tarde moribunda sobre la vieja y descuidada ciudad.
Alrededor se completaba la poesía. Un aire salado de intensidades variables que acariciaba los rostros de los incrédulos caminantes, los edificios atónitos y malagradecidos que refunfuñaban contra la leve llovizna que si bien lavaba las heces de pájaros, pronto terminaría de arrancar por completo el cemento de las fachadas. Unos viejos por allá gritando sus vidas, otras doñas por aquí discutiendo de amores pasados.
El escenario no podría ser mejor y la música apareció.
La chica saboreaba la miel de la trompeta cubana como la más dulce de las abejitas enamoradas. Tarareó la letra y por unos segundos movió sus caderas al ritmo de aquel bolero ya pasado de moda.
Pensaba en Mique y en Miquito.
Mique estaría feliz al saberla preñada. Rosy tenía claro que a su amado le obsesionada la paternidad. Sabía que Mique se veía a sí mismo como el futuro progenitor del chico más cálido, hermoso, agraciado y vivaz de aquella ruinosa ciudad.
Mique le daría a Miquito todo lo que él nunca tuvo. El apellido de un padre, el balón y hasta el “conocimiento” que muy caro pagó en las calles. Pero Miquito no tendría que sufrir así, pues él se lo pondría en bandeja de plata.
El espigado morocho no podía extender sus anhelos a ámbitos más extensos o elaborados pues simplemente no los conocía. Para Mique el mundo se circunscribía al casco viejo de la ciudad y a veces hasta donde la guagua le llevara. Esto cambiaría luego que se cumpliera el instinto maternal.
Rossy sabía a plenitud que era un niño. Ese mensaje divino aparecido por obra y gracia del Arcangel Miguel, le había confesado que la criatura tendría pene, pero no cualquier pene, sería como el de su padre. Y aunque las descripciones no son prudentes en este punto, sí cabe decir que la profecía no fallaría en nada. Sería una perfecta copia del de su padre.
Despertó del letargo, no podía esperar más para darle la noticia a su amado. Estaba segura que la depresión que le generaba a Mique el estar desempleado ya por más de un año, se iría en el instante que escuchara la noticia.
La escultural morena ensayó discursos las seis cuadras o nueve minutos de maltrecho y angosto camino y ni siquiera se dio cuenta de todos los halagos y hasta vulgaridades que los unos y los otros transeúntes le proferían al pasar.
Primero quería darle algo de emoción a la historia, luego pensó en soltar la bomba de una vez, pero finalmente se decidió por algo intermedio que no matara a Mique de un infarto pero tampoco de impaciencia.
Sabía que Mique se alegraría del niño, pero también le llenaría igual o quizá hasta un poco más, el hecho de abandonar el oficio justo como lo prometió: el día en que descubriera el embarazo. Y no porque él lo exigiera, sino porque ella así lo decidió.
El desempleo de su inseparable compañero de aventuras juveniles y ahora declarado amor de su vida, y la escasa preparación para ocupar un cargo más pudoroso, no propiciaban las mejores condiciones para que dejara “la cochinada” (como decía su madre y abuela) antes. A fin de cuentas, “el sudor de su frente y de otras partes” (según el mismo Mique), le había permitido pagar las deudas, la comida y hasta ahorrar bajo el colchón una buena suma.
Caminó los últimos pasos muy nerviosa, extremadamente nerviosa. Su mundo, su historia cambiaría para siempre.
Mique le decía una y otra vez que no le importaba que fuera lo que era, pero ella sabía en el fondo que a ningún hombre le gustaba compartir su territorio. Era algo instintivo, era como si el león o el búfalo estuvieran dispuestos a compartir la hembra a vista y paciencia. Simplemente no podía creerle.
El pobre diablo abrió la puerta. Se abrazaron, no hicieron falta palabras. La telepatía funcionó a la perfección. Ella sonrió tontamente y le espetó un cálido “va a tener el pene como el de su papá”.
No sé equivocó. Casi ocho meses después nació Miquito y de inmediato Rossy pudo constatar que tenía el pene igual al del papá. Extremadamente curvo, diminuto y muy muy blanco.
Nadie en la ciudad supo más de Mique, algunos paisanos dicen que murió pocos meses después de una extraña malaria en la recóndita costa Centroamérica, pero a ciencia cierta nadie puede dar fe de ello.
Rosy y Miquito se fueron a vivir al viejo y maltrecho hotel con la vida echada a perder.
“Mr. Banks le desgració la vida a los tres” (según palabras de la misma madre y abuela).