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22 nov 2007

El viejillo loco de Valle Azul


Le dedico este cuento a mi gran amiga Madame Vaudeville. La mejor bloggera del mundo.

El viejillo loco tenía por lo menos 75 años y su fama no era nada buena. Casi nunca se le veía fuera de su maltrecha y mugrienta casa de madera en las afueras de Valle Azul.

Contaban por allí que las pocas veces que se aparecía no llevaba pantalones. Se decía además que ordeñaba desnudo a su vaca y que se le había observado en posiciones indecorosas con sus dos cerdos, pese a que sus animales de granja habían muerto hace tiempo.

También se rumoraba que miraba y lanzaba piropos morbosos a las jóvenes que regresaban del colegio, cuando al mediodía simpre estaba dormido. Algunos vecinos juraban que aquel no gustaba de las chicas, sino que hombres tatuados entraban y salían de su aposento por las madrugadas, cuando ni un alma se atrevía a recorrer de noche los parajes sombríos de las afueras del pueblo.

Las señoras mayores señalaban más bien al viejillo como un depravado que se exponía públicamente en poses descorteses, cuando en realidad él evitaba cualquier contacto con la gente.

Los niños juraban haber escuchado a aquel viejillo lanzar los peores improperios contra uno de sus amiguitos, pese a que ese chico nunca existió.

Lo que el pueblo no sabía, era que el viejillo tenía un nombre. Se llamaba Víctor Angelino y tenía una historia. Nadie podía comprobar lo malvado y depravado que era el viejillo, pero todos estaban seguros de ello.

Nadie quería hablarle, nadie quería escuchar todo lo que aquel hombre tenía que contar, pese a lo mucho que necesitaba ser escuchado: sus historias de guerra, sus aventuras como repartidor de correo en pueblos selváticos, sus éxitos como empresario que le llevaron a tener millones y sus fracasos en el amor que le hicieron perder todo cuanto tenía.

Así transcurrían los días, meses y años de Víctor Angelino.

Pero aquella noche de julio llovió como nunca antes. Las aguas fluían y fluían y un aroma a desgracia comenzaba a llenar el espeso aire montañés.

Víctor Angelino despertó a las 5 de la mañana como de costumbre. Se asomó por las endijas de la madera y descubrió como todo estaba inundado río abajo, los cuerpos sin vida de vacas y caballos parecían troncos que flotaban al vaivén de las corrientes.

No se alarmó tanto puesto que su casa quedaba en una especie de loma que le hacían inmune a los efectos del río desbordado. Pero en parte se alegró de que aquellos desgraciados hijos de pueblo habían perdido sus animales y cosechas. De por sí, él ya sabía todo lo que inventaban de él.

De pronto en medio de las gallinas muertas que flotaban vio a una niña de no más de 4 años sujetada a un tronco. La niña estaba desesperada y se soltaría en cualquier momento.

Con todo y botas, pantalón, camisa, sombrero y sus más de siete décadas de edad se lanzó al agua. Víctor sabía lo que era perder un hijo pequeño y eso no se lo deseaba ni a su peor enemigo.

A duras penas tomó a la niña y se sujetó con ella de una rama. Por nada del mundo soltaría a aquella niña, aunque ello significara morir con ella bajo las turbias aguas del río.

Luego de más de 6 horas de fuerte agotamiento se dejó soltar. Estaba resignado a morir con la niña, pero quizá el destino o el juicio divino le hizo llegar de golpe a la orilla. Miró a la niña y se dio cuenta que estaba viva. Había triunfado.

Tomó a la chica de la mano y mágicamente sus fuerzas regresaron. Encaminó hacia el pueblo. Aquella sería su oportunidad de redimirse con los pobladores de Valle Azul, les demostraría que sí tenía corazón y que merecía ser aceptado.

Lo que Víctor no sabía era el trágico final que le esperaba. Sería apedreado por la gente del pueblo que le vería salir de los trillos con la niña en su mano. Sería señalado de inmediato y acusado de abusar de la chica. Nadie se preocuparía por escucharle. La muerte sería lenta y dolorosa, muy dolorosa.

4 nov 2007

El semáforo en rojo


Reynaldo entró a su vehículo luego de un día terriblemente pesado. Había lidiado con más de una docena de clientes obstinados, su jefe se había ido de parranda con la secretaria y uno de sus compañeros se ausentó por enfermedad.
La única motivación que tenía en mente era salir de la oficina para estar con su esposa y su futuro hijo, por eso decidió regresar a casa un poco temprano.

Lorena tenía siete meses de gestación. Ese día por primera vez había discutido fuertemente con su amada compañera y deseaba con toda el alma regresar a casa, mirarla a los ojos, pedirle perdón y besarla con el amor y pasión de siempre.

Ese noviembre estaba tan lluvioso como nunca antes. En la radio se escuchaba que era el peor temporal desde 1903. Aunque aún era temprano, la ciudad estaba totalmente sumida en oscuridad por los cielos y los edificios grises, y las almas negras que rondaban las aceras.

Increíblemente no había tanto tráfico, las calles estaban casi vacías.

Divisó a lo lejos el semáforo del parque en la diminuta avenida. Siempre lo tomaba en rojo y aquella vez, no sería la excepción. Pero como había tan poco tráfico sintió la tentación de hacer "lo indebido": saltarse la luz roja. Bajó entonces la velocidad casi hasta cero, mientras el diablillo y el angelito se daban de golpes por tratar de convencerlo.

De repente la respiración de Rey se paralizó, sus pupilas se dilataron y vio lo que había de suceder en el próximo minuto.

En medio de brumas blancas y la torrencial lluvia, vio claramente como una figura humana, cubierta por una gran capa negra de pies a cabeza, cruzaba la calle apresuradamente sin fijarse que su vehículo se había saltado la luz roja. La arrollaría y tendría una muerte dolorosa e instantánea.

Despertó de esa horrible pesadilla con un respiro estremecedor, pero cuatro segundos después volvió a caer en otra.

Se vio a sí mismo haciendo el semáforo y como repentinamente un autobús a gran velocidad, y que no tuvo tiempo de aplicar los frenos, lo golpeaba por detrás. El vehículo quedaría destrozado y su muerte sería lenta y cruel.

Despertó del letargo. La respiración subía y el corazón no podía bombear más rápido. Sudando y con los músculos descontrolados por los nervios miró al frente. La figura humana estaba allí a la orilla de la calle envuelta en la inmensa capa negra. Volteó los ojos hacia el retrovisor y vio a lo lejos aparecer al autobús que habría de golpearle por detrás.

La injusta existencia le había dado la potestad de decidir quién moriría ese día. ¿Quitarle la vida a esa persona o sacrificar la suya para que otros pudieran disfrutarla?

Un aire de egoísmo le envolvió la mente, el alma y el pie derecho.

-¡Qué Dios me perdone!

Respiró, cerró los ojos y pisó el acelerador. No estaba dispuesto a morir por alguien nadie ese día, ni ningún otro. El deseo de estar con su amada eternamente valía más que cualquier sacrificio y vida humana.

Lo que Rey no sabía era que aquella persona en la esquina, y cubierta con la gran capa negra, era Lorena. Había ido a hacer las compras para una inolvidable cena de reconciliación. Era su manera de pedir perdón.

A las 4:31 p.m. la suerte y la desgracia quedaron echadas.